Aunque el recuerdo de Gabriella (la mujer que los cuatro amamos y deseamos con tanto ardor en nuestros años infecundos) permanece vivo y fresco, su imagen ha debido constreñirse hasta quedar reducida a esta motita que vuela casi sin materia por la habitación donde hoy me dispongo a reescribir la historia.

Gabriella vaga ahora por las calles apenas reconocibles de esa ciudad que en nuestros tiempos trasegábamos con la ingenua prepotencia de quien avanza por su feudo. Esas mismas calles que antes nos invitaban a gozar de los secretos y de la dichas, y que ahora se han convertido en escombros de piedra amontonada. Gabriella, la mujer que todos amamos, es ahora un fantasma que recorre calles destrozadas, como si cruzara también por los caminos de nuestra desgracia.

Por Jaime Alejandro Rodriguez